Koshchei, el Esqueleto Perpetuo – Elizabeth Warner

Una vez vivió un zar que tenía un hijo. Cuando sus nodrizas le mecían para que se durmiera, le decían:

—Silencio, zarévich Iván. Cuando seas mayor, te casarás con una preciosa doncella. Se llama Vasilisa Kirbítievna y vive en una altísima torre más allá del país de tres veces nueve en el reino de tres veces diez.

Cuando el zarévich tenía quince años, preguntó a su padre si podía ir en busca de su novia. Su padre protestó, pues el niño era demasiado joven aún, pero Iván le convenció diciendo que era muy importante para él y le recordó la promesa hecha por sus nodrizas cuando era pequeño. Al fin el zar le dio su bendición e hizo pública por todo el país la noticia de que su hijo había ido a buscar esposa.

Durante sus viajes, el zarévich llegó a cierta ciudad. Dejando el caballo en un establo, se fue a pie a explorar la ciudad. Cuando llegó a la plaza mayor, vio cómo azotaban a un hombre.

—¿Por qué castigan a ese hombre? —preguntó.

—Porque tiene deudas por valor de diez mil rublos —le contestaron— y no ha podido pagarlas en la fecha indicada. Nadie se atreve a ayudarle, pues se dice que el que lo hiciera caería en el infortunio. Koschéi, el Esqueleto Perpetuo, se llevaría a su mujer.

El zarévich se quedó pensativo. Deambuló por las calles durante un rato y finalmente regresó a la plaza, donde seguían azotando a aquel hombre. Iván se compadeció de él:

—Después de todo —se dijo a sí mismo—, no tengo mujer y, por tanto, nada que perder.—

Pagó los diez mil rublos y regresó al lugar donde se hospedaba. Mientras caminaba, el hombre corrió a su encuentro y le dijo:

—Gracias por lo que has hecho, zarévich Iván, pero, si no me hubieras ayudado, nunca habrías encontrado a tu novia. Ahora me toca a mí ayudarte. Primero tienes que comprarme un caballo y una silla.

Iván aceptó y, cuando le consiguió lo solicitado, preguntó el nombre al desconocido.

—Me llaman Bulat el Bravo —dijo.

Después de haber cabalgado un buen trecho de camino, llegaron al reino de tres veces diez. Bulat le explicó lo que tendría que hacer. El zarévich Iván debería comprar unos pollos, patos y gansos y asarlos, mientras Bulat intentaba capturar a Vasilisa.

—Cada vez que regrese aquí —ordenó Bulat—, tendrás que entregarme un ala de ave asada en un plato.

Bulat se aproximó a la alta torre donde Vasilisa estaba sentada a la ventana. Arrojó una piedra para llamar su atención, rompiendo el dorado tejado de la torre.

—¡Despierta! —gritó al llegar donde esperaba Iván—. ¡Dame un ala de pollo, rápido!

Iván cortó el ala derecha y la puso en un plato. Bulat regresó deprisa a la torre.

—Buenos días, Vasilisa Kirbítievna —dijo—. El zarévich Iván te envía sus saludos y me ha dicho que te entregue este pollo.

La zarevna se quedó sin habla ante tan extraño suceso. Bulat contestó por ella:

—¿Está bien el zarévich Iván? Sí, claro que sí. Pero no te quedes ahí, Bulat. Toma esta llave, abre el pequeño armario que hay en mi habitación y sírvete tú mismo una copa de vodka.

Bulat salió corriendo a pedirle a Iván el ala derecha del pato en un plato. Regresó a la torre, ofreció el ala a Vasilisa y, como en la anterior ocasión, contestó por ella.

Por tercera vez corrió al encuentro de Iván y le pidió un ala de ganso asado. Esta vez, cuando Bulat regresó con el extraño obsequio, Vasilisa cogió la llave, abrió el armario y le sirvió una copa de vodka. Mientras se asomaba por la ventana para alcanzarle la copa, Bulat la agarró por la mano derecha, la sacó de la torre, la montó en el caballo del zarévich Iván y los tres se alejaron tan rápidamente como los animales eran capaces de galopar.

Por la mañana, cuando el padre de Vasilisa, el zar Kirbit, vio los destrozos causados en la torre y se enteró de que su hija había sido secuestrada, se enojó muchísimo e inmediatamente ordenó que los persiguieran.

Los dos valientes jóvenes habían recorrido buena parte del camino con la zarevna, cuando Bulat se quitó su anillo y fingió haberlo perdido.

—Tengo que volver a buscarlo —dijo.

Vasilisa intentó disuadirle:

—No nos abandones —le rogó, ofreciéndole su anillo a cambio.

Bulat lo tomó, pero replicó:

—Mi anillo es mucho más valioso. Me lo entregó mi madre, diciéndome que lo llevara siempre y pensara en ella. Tengo que encontrarlo.

Bulat retrocedió en su camino y se enfrentó a sus perseguidores. Con una sola mano se deshizo de ellos, dejando vivo sólo a uno para que le diera la noticia al zar. Después se precipitó al encuentro del zarévich Iván y de Vasilisa. Poco tiempo después fingió haber perdido su bufanda y, retrocediendo de nuevo en su camino varias millas, dio alcance a sus perseguidores. Los mató a todos y regresó con sus amigos.

Cayó la noche mientras continuaban su camino. Instalaron la tienda y Bulat se echó a dormir, dejando al zarévich haciendo guardia.

—Si ocurre algo —dijo—, despiértame sin falta.

Iván se mantuvo de pie un buen rato, hasta que le invadió el sueño. Por último se sentó junto a la tienda y se quedó dormido. Cuando se despertó por la mañana, no había rastro de su novia.

—¡Te dije que vigilaras! —exclamó Bulat—. ¡Koschéi, el Esqueleto Perpetuo, ha raptado a Vasilisa! Ahora tendremos que ir en su busca.

Tras muchos días de viaje, vieron dos pastores.

—¿De quién son estos animales?

—Son de Koschéi, el Esqueleto Perpetuo —contestaron ellos.

Por medio de los pastores, Bulat e Iván se enteraron de dónde vivía Koschéi y del lugar donde guardaban el ganado. Después mataron a los dos hombres, cambiaron sus ropas por las de ellos y llevaron el ganado a casa.

Entretanto, Vasilisa había adquirido una cabra y por la mañana y por la noche se lavaba la cara con la leche del animal. Aquella mañana, como de costumbre, su sirvienta ordeñó a la cabra y llenó una taza con su leche. Bulat el Bravo dejó caer en su interior el anillo que Vasilisa le había entregado.

—Así que ahora nos dedicamos a hacer travesuras, ¿eh? —dijo la sirvienta, tomándole por uno de los pastores de Koschéi, y se quejó a su ama de su mal comportamiento.

—Deja aquí la leche —dijo Vasilisa—. Hoy la colaré yo misma.

Empezó a colarla y encontró el anillo. Al instante mandó llamar al pastor.

—¿Qué milagro te ha traído hasta aquí? —preguntó cuando le reconoció.

—Te hubiéramos encontrado en cualquier parte que estuvieras —replicaron—, incluso en el fondo del océano. Venimos a rescatarte.

La zarevna los sentó a la mesa y les ofreció una buena comida. Bulat dijo:

—Cuando regrese Koschéi de su cacería, pregúntale dónde guarda su muerte. Pero ahora sería una buena idea que nos escondas.

Apenas tuvieron tiempo de esconderse, cuando apareció Koschéi.

—Siento la presencia de un ruso —dijo—. Hace mucho que no veo a ninguno, ni tengo noticias de ellos.

—Es sólo tu imaginación —dijo Vasilisa—. Has estado volando sobre Rusia y has venido impregnado de su olor.

Koschéi se comió la cena y se tumbó a descansar. Vasilisa subió con él y, arrojándose en sus brazos, comenzó a besarle.

—Querido amigo, cuánto te he echado de menos —dijo—. Has estado fuera demasiado tiempo y temía que te hubieran devorado las bestias.

—Eres una mujer muy tonta —rió Koschéi—. Tu inteligencia es tan corta como tu pelo es largo. ¿Cómo podrían matarme las bestias? Mi muerte no está en mi cuerpo.

—¿Dónde está entonces? —preguntó Vasilisa.

—En esa escoba que está apoyada en el umbral de la puerta —replicó Koschéi.

Tan pronto como se fue Koschéi, Vasilisa se precipitó a dar la noticia a Iván y Bulat.

—No, está mintiendo—dijeron—.Tendrás que ser más astuta la próxima vez.

Vasilisa tuvo una idea. Cogió la escoba y la pintó de oro, la decoró con cintas y la puso sobre la mesa. Cuando Koschéi regresó a casa, le preguntó que hacía la escoba encima de la mesa.

Vasilisa le contestó que no le parecía bien que su muerte estuviera tirada por el suelo.

—¡Pero qué tonta eres! —rió Koschéi—. Mi alma no está ahí, está escondida en la cabra.

Esta vez, cuando Koschéi se fue a cazar, Vasilisa fue en busca de la cabra. Pintó sus cuernos de oro y le puso cintas y cascabeles. Cuando Koschéi vio aquello, se echó a reír hasta que dijo:

—¡Pero qué tonta eres! Mi muerte está lejos de aquí. En mitad del gran océano hay una isla; en la isla, un roble; a los pies del roble, un tronco enterrado; en el tronco, una libre; en la liebre, un pato; en el pato, un huevo, y en el interior del huevo, está mi muerte.

Cuando Vasilisa informó a Iván y Bulat de todo esto, supieron que esta vez había dicho la verdad, y partieron en busca de la muerte de Koschéi.

Pasó el tiempo. Se terminaron sus provisiones y empezaron a pasar hambre. Entonces encontraron a una perra con sus cachorros.

—Mataré a la perra —dijo Bulat—; de lo contrario nos moriremos de hambre.

—Por favor, no me mates —rogó la perra—, no dejes a mis cachorros sin madre. Con el tiempo te seré útil.

—Está bien, que Dios te bendiga —replicó Bulat.

Se alejaron y vieron a un águila con sus aguiluchos, sentados en la rama de un roble.

—Mataré al águila —dijo Bulat.

—No me mates, no dejes a mis niños sin madre. Con el tiempo te seré útil.

—Está bien, que Dios te bendiga —dijo Bulat.

Por último llegaron a la orilla del inmenso océano, donde vieron a un cangrejo que se arrastraba a lo largo de la misma.

—Mataré al cangrejo —dijo Bulat.

—No me mates —rogó el cangrejo—; soy muy pequeño y, si me comes, no saciarás tu hambre. Con el tiempo te seré útil.

—Está bien, continúa arrastrándote y que Dios te bendiga —dijo Bulat.

Miró hacia el horizonte y vio una barca de pescadores.

—Trae tu barca a la orilla —gritó.

Iván y Bulat se metieron en la barca y remaron hacia la isla. Una vez allí se encaminaron hacia el roble. Bulat arrancó el árbol de raíz con sus fuertes brazos y sacaron el tronco, que se encontraba enterrado junto a él. Cuando abrieron el tronco, la liebre salió de un salto y se fue corriendo tan rápidamente como le permitían sus patas.

—¡Oh, si tuviéramos un perro podríamos darle alcance! —gruñó Iván.

De pronto apareció el perro al cual habían perdonado la vida y cogió la liebre. Bulat desgarró a la liebre y de su interior se precipitó volando a los cielos un pato.

—¡Oh, si tuviéramos un águila, podríamos darle alcance! —gruñó Iván.

Tan pronto como terminó de decirlo, el águila a la que habían perdonado la vida llegó volando con el pato. Bulat abrió el pato y el huevo salió rodando y cayó al mar.

—¡Oh, si tuviéramos un cangrejo, podríamos cogerlo! —gruñó Iván.

Tan pronto como terminó de decir esto, el cangrejo al que habían perdonado estaba ya arrastrándose en busca del huevo.

Cogieron el huevo, regresaron a casa de Koschéi, el Esqueleto Perpetuo, y espachurraron el huevo en su frente. En ese mismo instante, Koschéi cayó muerto. El zarévich Iván regresó con Vasilisa a su país y Bulat el Bravo fue con ellos y les sirvió lealmente.

FIN


Referencia: Koschéi, el Esqueleto Perpetuo. Tomado de: Héroes, Monstruos y Otros Mundos de la Mitología Rusa. Texto de Elizabeth Warner. Editorial ANAYA. 1986