El arpa encantada

Orlando había vivido desde su niñez en la pequeña aldea de Las Rosas, a la que se habían mudados por el asedio y la persecución de la que era víctima su familia. Antes de que cumpliera los tres años, sus padres habían descubierto que tenía especiales cualidades para la música. Un día, ellos ocupados, Orlando tomó una vieja arpa que tenían de adorno en el antiguo comedor familiar. Era una reliquia que el padre de María, su madre, había traído de Grecia. El niño la tomó y al instante empezó a tocarla con la destreza de un músico de años, nadie podía creer la forma en la que había llegado a tocar, la maravillosa habilidad que había demostrado en el arte de improvisar, de crear al mismo tiempo que aprendía. Pasaba horas enteras en el jardín tocando para la gente del lugar y para algunos curiosos que habiendo escuchado del niño prodigio, venían de otras aldeas, solo para oírle tocar aquellas hermosas melodías.

La música fue desde su niñez una bendición para él pero, un buen día sus padres tuvieron que vivir el peor momento de sus vidas cuando una vieja horripilante —según la breve descripción que había escuchado— se les apareció una noche exigiendo al niño para ella. María, conocía una mujer que se decía era bruja, recurrió desesperada a ella y luego de hacer un conjuro, la bruja malvada desapareció y jamás había vuelto a aparecer en sus vidas.

Los años transcurrieron en calma, sin mayores preocupaciones, Orlando había aprendido, aconsejado por sus padres, a seguir tocando el arpa que tanto le apasionaba con la mayor de las discreciones. Tenía por esposa a Eugenia una hermosa mujer a la que había conquistado con bellas melodías que componía especialmente para ella. Llevaban varios años casados.

Una oscura y sombría noche de invierno, Orlando asistió a la aparición más tenebrosa de su vida. En el umbral mismo de su casa, a través del enorme ventanal del comedor, vio a la horripilante mujer que solo lo miraba con una sonrisa monstruosa en su rostro. Supo al instante que era ella, una y otra vez volvió a escuchar la descripción que le habían hecho sus padres desde que era niño. Sus miradas se encontraron y la sensación en su cuerpo fue indescriptible, una mezcla de espanto y abatimiento se apoderaron de él. Sintió en su cabeza el eco de su voz exigiéndole que se marchara con ella. Se negaba rotundamente, a pesar de estar muriendo del miedo. Llamó a la puerta, su mujer atendió sin que él tuviera tiempo de impedírselo. Cuando alcanzó a llegar hasta ella, era demasiado tarde, estaba tendida en el suelo inconsciente a causa de la mordedura de una serpiente que había logrado ver mientras se escurría en el jardín. Llevó las manos a la cabeza sin poder creer aquello que estaba sucediendo.

—¡Esto no puede estar sucediendo! —se decía una y otra vez.

En un instante tuvo a la mujer parada frente suyo. Le dio la oportunidad de salvar a su esposa y le explicó lo que tenía que hacer. Debía bajar a las profundidades de un abismo ultraterreno y convencer a un grupo antiguo de deidades infernales para que la dejaran volver.

Amaba tanto a su mujer que no dudó un instante en aceptar la propuesta. Cerró los ojos con temor y bajó en su búsqueda. Cayó en un túnel negro y sombrío, cayó y cayó hasta que sus pies tocaron la superficie desconocida. Se encontró con aquellas deidades que le había anticipado la bruja y después de lograr conmoverlos con su música, logró que le concedieran la posibilidad de salvar a Eugenia con la sola condición de no intentar mirarla antes del amanecer.

Cerró los ojos nuevamente y en un instante estuvo en su hogar junto a su mujer que dormía reposadamente a su lado. Sintió la tibia compañía, el suave vibrar de su respiración y no pudo resistir el deseo de mirarla antes del momento permitido. La miró. Fue la mirada más hermosa y fugaz de toda su vida. Un brillo fugaz le iluminó la mirada. Sintió felicidad y en unos segundos Eugenia se esfumó de su lado. Orlando vivió el resto de su vida tocando el arpa encantada, recordando con hondo pesar aquel último momento de la existencia que más había amado en su vida y reprochándose, el no haber tenido la suficiente paciencia y fuerza para cumplir con su palabra.

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