1347-1348

19 Marzo 2008

La rata miro por la hendidura, la barcaza donde viajaba escondida le mostraba que pronto los marineros tocaría puerto; se escondió entre las cajas. Su largo viaje desde las costas de oriente ya terminaría. La ciudad, ubicada en la costa italiana del Adriático mostraba su bullicio y algarabía; tras las cruzadas, aquel pequeño puerto había crecido de unas pocas decenas a varios miles de habitantes en pocos siglos. La pobreza que había traído el fin de imperio de los cesares empezaba por fin a cambiar. Mientras Constantinopla, la Roma de oriente brillaba, y en Persia el islam florecía, llegando a extender su dominio por todo el sur del Mediterráneo, hasta la Iberia católica, la mayoría de los pueblos del centro de Europa aun sufrían los rigores del oscurantismo.

Las cajas y sacos con granos fueron bajados por aquellos hombres, tan pronto el roedor sintió que estaba en tierra, salió de su escondite, pronto anochecería y recorrer aquellas calles de tierra, lodo y excrementos no significaría más peligro; qué era una rata más entre las miles que ya merodeaban a simple vista. Miró de un lado al otro, contempló aquella ciudad portuaria, debía apresurarse. Vio como otras tres ratas negras salían también de entre las cajas; las reconoció, las había visto en la nave viajando junto con él, pero nunca se le acercaron; eran diferentes, lo sabía, pero igual, también él lo era. Ellas no eran en estos momentos su problema. Ignorando a aquellas negras compañeras de viaje, saltó a la calle. Entre humanos y bestias, cruzó velozmente lo que las cortas patas le permitían. Cruzó en pocos minutos casi la mitad de aquel poblado, se detuvo frente a una puerta, las letras no las entendía, pero era el sitio, el olor que emitía le indicaba que había llegado. La casa de un judío, de un judío rico. El olor del oro y de la piedras preciosas; olor de zafiros, rubí y esmeraldas, de topacios, aguamarinas, turquesas y brillantes, engarzados en oro y plata. La puerta se abrió, era un lugar cerrado, una época en que los judíos vivían separados de otras comunidades. Ellos mismos fomentaban esa separación y hacer dinero con el dinero no era muy bien visto en un mundo donde el hombre era pecador y poseer riquezas era un pecado que sólo en el clero y en las coronas era tolerado. Sin mas entró, entre los pies de aquellos hombres que hablaban de fortuna y negocios, bajo por el borde de la escaleras y se introdujo en el sótano, iluminado por velas, ahí, en una pared, se encontraba su destino, una apertura oscura y algo discreta, oculta entre cajas y escombros. Sin pensarlo, entró.

Caminó por aquella diminuta galería, lo que sería un largo trayecto, al menos para una rata. Sintió el olor pestilente de las cloacas que, construidas en épocas romanas, se encontraban detrás de una de las paredes. Al final del túnel, la luz, entró sin permiso y contempló con sus oscuros ojos el lugar. Un enano, envejecido y ocupado en una mesa de trabajo lo observó. Siguió moliendo en aquel cántaro de barro algunas especies y mezclaba flores y miel, tras cumplir su cometido preguntó como si más, con voz cansada, a la rata.

—¿Qué hace un rey de los duendes en esa forma inferior de rata? ¿Qué quieres aquí?

Mientras el enano se levantaba y aproximaba a aquel roedor, este cambió de forma, asumiendo una apariencia más humana, pero de igual tamaño que la rata. El duende, desnudo, estiró su mano y mostrando su tesoro, uno que había buscado por mucho tiempo y que hacía pocos siglos había logrado arrebatar a unos genios orientales.

—¿Sabes que es? —dijo el duende, elevando su brazo para mostrar mejor, al final de su mano, al enano aquella joya.

—Si, es hermoso, un anillo hecho para un rey de los hombres.

—¿Conoces su poder?

—Si, por ello no deberías tenerlo tú, es una joya fabricada por seres más poderosos que tú y yo juntos, debes devolverla a su dueño, o destruirla en su defecto.

—Quiero respuestas anciano.

—¿Sobre el anillo?

—No, sobre tu descendencia.

—Esas puedo brindártela, de la joya no, sin embargo. ¿Qué quieres saber?

—¿Cómo, siendo razas tan distintas, tu y aquella hada lograron tener descendencia?

El anciano enano miró a los ojos de aquel joven duende, contempló en esos ojos oscuros un profundo dolor, se vio en eso ojos, como si fueran un espejo.

—El secreto de la vida y la reproducción es algo que está por encima de mi saber, —dijo con pausa el anciano enano, caminando hasta un taburete y sentándose nuevamente—. Veras, nuestra especie, al igual que la tuya no tiene hembras. Nuestro número disminuía con el paso de los siglos. Cuando nuestro gran dios Odin nos trajo a la vida con los restos de aquel gigante muerto, no se dio cuenta que creó sólo machos, no nos dio el poder que tienen los hombres de reproducirse y multiplicarse. Al cabo de pocos siglos nuestra raza se redujo a menos de la mitad de lo que éramos inicialmente, algunos de mis hermanos violaron mujeres humanas, con la esperanza de salvarnos, pero las criaturas que tuvieron vivieron lo mismo que los hombres, y eran estériles. Fue cuando la vi, recuerdo todavía esa primera vez. Era hermosa, sus alas de mariposa, sus vestidos rosas y verde cual flor, su cabello rojo y dorado que flotaba en el aire movido por su propio batir de alas. Ella iba de flor en flor, cual abeja que recoge néctar, era una noche de luna llena esa primera vez, recuerdo la luz de la luna reflejada en sus transparentes alas. Mi raza no puede contemplar la luz del sol, nos convertimos en piedra para siempre, por ello rara vez salíamos a la superficie. Yo había perdido a muchos de mis hermanos de esa forma. Aún era joven para ese entonces, no había cumplido el milenio de vida, aunque mi barba ya era blanca y larga. Durante más de un mes, la espié, vi lo que hacía, la hora que llegaba y la que se iba, con quienes estaba, cuando sola iba. En ese mes lo planeé, era una posibilidad, de seres mortales no había descendencia fértil, ya estaba probado. Quizás habría posibilidad en el cruce de seres elementales, aunque yo de tierra y ella de aire. ¡Había quizás una oportunidad! Pensé. Del hilo que fabricaron mis mayores para atar a Fenrir, el lobo, y a Loki, el maligno; de ese mismo hilo hice la red con la cual la atrapé. La conduje a la fuerza al interior de mi caverna y pese a sus gritos y llantos, me acosté con ella. Ninguno de los míos o de los suyo lo supo. En cuestión de pocos meses nació el primero de nuestros vástagos, uno por año, y así durante más de mil años. Aunque eran la mayoría machos, hubo también hembras, y todos fértiles. Tenían todos el cuerpo esbelto de su madre, aunque no heredaron sus alas; pero si mi maldición al sol, ya que cuando contemplaban su luz, piedra se volvían. Pensé, que pese a mis esfuerzos, perdería a mis hijos así. Llore. Por la naturaleza heredada de su madre escapaban siempre y buscaban la superficie. Luego descubrir que tras ocultarse el sol volvían a respirar. Durante mil años mantuve mi secreto, pero los míos lo supieron y me desterraron, y todos mis hijos me abandonaron. Hoy contemplo mi pasado, no me arrepiento, ya que al menos, cuando mi raza finalmente desaparezca, una nueva raza –los gnomos–, creada con mi sangre y la de un hada llenara nuestras ciudades, y escarbará entre las rocas en busca de piedras y metales, ya que mis hijos se han reproducido entre ellos y ya son millones y no millares.

El anciano hizo una pausa, se levantó y agarró el cántaro que había estado preparando, fue cuando el duende miró uno de los rincones, una anciana enferma apenas respiraba, cubierta por hojas e hilos de araña, su cabello blanco y revuelto, su rostro seco y ojos azul claro estaban vacíos y miraban abiertos el cielo negro de aquella caverna.

—Lo único que lamento es que nunca me amó —dijo el enano, acercándose al catre, poniendo su mano sobre la frente de aquella anciana—. Cuando finalmente mis hijos conocieron a mis hermanos, estos me expulsaron por mi pecado, no puede soltarla y dejarla libre, yo realmente la amaba. Lejos de los metales y las joyas, me muero, así que me oculté en esta casa, al menos aún puedo respirar el olor de las joyas, pero el encierro y las cloacas humanas la están matando. —El anciano agarró un poco de la mezcla del recipiente que cargaba en sus manos y le dio de beber a aquella pobre mujer—. Odín, mi señor, perdóname por atraparla, por encerrar a esta ave libre y dejarla morir por mi deseo de no separarme de ella.

El anciano no dijo más nada, de sus ojos dos gruesas lagrimas brotaron, la anciana hada dejó finalmente de respirar. Había muerto aquel elemental del aire, a que sus hermanas llamaron Florabella –hermosa flor–. Al momento de su muerte era un ser gris y seco, no había vestigios en aquel catre de que esa seca criatura fuera en su tiempo una hermosa hada. El duende miró al anciano, en parte con pena, ya que a partir de este momento estaría solo por el resto de los siglos que le faltaran por vivir, y serían muchos ya que esos seres viven lo mismo que las piedras. Recordó a su reina, a su amada; Titania, a diferencia de aquella Hada, lo amaba; quizás ahí estuviera el problema, si quería descendencia tendría que dejar de amarla. Adoptó nuevamente su la forma de rata gris y salió sin decir palabra. En aquella caverna, bajo el sótano de la casa de un desconocido joyero judío, el enano Glob, lloraba su perdida solo.

A otro lado del puerto, tres ratas llegaban a su destino. Tras recorrer las cloacas entraban en una gruta subterránea.

—Las trajeron —dijo fuerte una voz a las tres ratas.

—Si amo —respondieron las ratas, que cambiaban su apariencia en oscuros trasgos.

—Escuchen todos, es hora de reinar, nuestros emisarios a oriente han traído las pulgas escogidas, pronto asolaremos este mundo humano y lo volveremos cenizas, no habrá dios cristiano, musulmán, hindú o chino al cual rogar para que los salve.

De las paredes, miles de trasgos y orcos surgieron, alabando al señor oscuro. Camulus, miró a sus siervos, agarró las pulgas que le ofrecían. Las colocó en un caldero de piedra y hierro, y usando la magia del caldero, las pulgas empezaron a multiplicarse y a brotar del recipiente como la leche que se derrama cuando hierve. Los miles de trasgos adoptaron entonces la forma de ratas negras. Agarraron entre las zarpas un puñado de aquellos invertebrados y salieron a las cloacas humanas.

Era el año 1347 de la era común de los hombres. En una cueva, bajo la casa de un joyero judío, un enano prepara una urna de cristal para enterrar a su amada. Oberon, con apariencia de rata gris, abandona la población de Venecia en un barco que zarpa a Roma. Cientos de ratas negras cumplen su misión al transportar y dispersar a las miles de pulgas en sus cuerpos por toda Europa. Cuentan las crónicas humanas que ese año llegó la peste negra a Europa, y un año después, en 1348, llegaba la peste a las Islas Británicas. Se sabe por esas crónicas que la peste mató a uno de cada dos a tres hombres en la Europa del siglo XIV; pese a la gran desolación, los hombres se reafirman, dejan de creer en un dios omnipresente y abrirán su ojos hacia un futuro nuevo, con el hombre y no dios a la cabeza. Un siglo después llegaría una era, llamada por los hombres que sobrevivieron como “El Renacimiento”.

(continuará…)