Sueños Húmedos

23 Noviembre 2007

Juan entró de monaguillo a la iglesia de su barrio a los cinco, a los diez se conocía de memoria todos los santos y santas, le fascinaban sobre todo aquellos de los primeros tiempos, los que fueron sometidos a martirio. A los quince, pese a la oposición del padre y el dolor de su madre decidió entrar en el seminario. Tuvo que esperar hasta cumplir dieciocho para ser aceptado. Aprendió latín y otras lenguas, estudió teología y su tesis sobre la tentación del pecado le valió mención honorífica, graduado por fin, fue enviado a una pequeña iglesia de un pueblo en la frontera.

A su llegada a la parroquia las viejas damas de la congregación se le aproximaron para ayudarlo a bajar sus cosas y llevarlas al cuarto donde se alojaría el joven padre. Cerca, en la escuela vecina, un grupo de chicas miraban fascinadas al recién llegado. Para todas fue una sorpresa descubrir que el nuevo párroco era un hombre joven y bien apuesto; nada parecido al padre anterior que tuvieron que jubilar, ya se dormía en las confesiones y muchos los presentes en la misa, al no entender los murmullos de aquel anciano, aprovechaban la hora para dormir.

—Que cura más lindo enviaron!— comentaron las chicas al ver al guapo joven.

—Qué desperdicio de macho —dijo Marta, una chica algo ligera de carácter al comprobar lo guapo del nuevo cura,— apuesto a que es tan virgen como la santa madre —remató. Y para fastidiar al joven recién llegado se acomodó sus senos bien formados, abrió poco más su descote, se subió un poco más su corta falda y se aproximó al recién llegado.

Juan saludo a la chica y en su corta vida no había sentido nunca la presencia del sexo opuesto de esa manera. Era todavía un chico desgarbado cuando entró al seminario, en esa época ninguna se interesó por él. No fue hasta ese momento que él se percató de los hermosas y deseables que son las mujeres. Rápidamente pasó una maleta a los brazos de la chica, la cual no tuvo más remedio que llevarla adentro, acompañando de las ancianas que iban adelante, mientras Juan sentía que había vencido bien a la tentación.

Marta insistió un par de veces más, pero con ningún resultado y pronto, como cualquier joven de su edad cambió la dirección de sus impulsos. No podía decir igual Juan, quien contemplaba las redondeadas formas de la chica tras las rejas del colegio. Las chicas, incluida Marta, miraban a unos chicos jugar voleibol en la cancha. Juan se aproximó y para pensar en otra cosa miró también el juego, donde chicos descamisados y en shorts cortos mostraban sus músculos elásticos y sus rápidos movimientos cual gatos en el juego; logrando gritos acalorados de las muchachas que los contemplaban.

Uno en particular destacaba entre todos y fue evidente para Juan que esa era la nueva presa de Marta. Miró al chico con más detenimiento, era alto y delgado, de piel entre blanca y canela, sus pelos lisos, largos y negros brincaban sobre el rostro de muchacho en cada salto. Juan se retiró del lugar con un nudo en el estomago. Entró en su habitación, se descamisó, buscó entre sus maletas aún por descargar y encontró aquel pequeño látigo. Empezó a flagelarse y pronto su espalda mostraba las marcas rojas y palpitantes donde caía el cuero. «El dolor espanta el pecado», decía en sus rezos mudos. Cuando se le cansó la mano y la espalda ardía y sangraba en algunos puntos, paro. Se levantó y fue por una ducha bien fría, la misa pronto empezaría y debía estar en condiciones para ella.

La misa ocurrió sin problemas, pese a su dificultad para inclinarse a entregar la hostia, sobrevivió al dolor y de ver a Marta con aquel joven de ojos de gato. Tras los responsos, las preguntas, las confesiones, una ligera cena, preparar la misa de la mañana y algo de lectura bíblica, logró entrar en el catre que tenía para dormir cerca de las once de la noche. El dolor de sus heridas había menguado pero se dijo a si mismo en voz alta —Dios, te ofrezco este dolor, y esta pena por ser pecador, dame fuerzas para combatir el demonio que ha entrado en mi vida, dame templanza para resistir al pecado, no permitas que tenga sueños impuros.

Dos fuerzas opuestas y rivales escucharon las suplicas de joven párroco. La primera vendría del bosque, de una cueva cercana, moraba en la oscuridad; al salir de ésta, dejó atrás su forma de humo, adoptando apariencia humana, conservó su piel negra y su pelo blanco, que ofrecían un contraste hermoso si se le miraba con cuidado. La criatura avanzó desnuda, salvo por un pequeño cordel a la cintura donde iba atada una flauta de cañas. La segunda fuerza vino de lo profundo de la tierra, donde el calor y las llamas torturaban almas penitentes. Con negras alas de murciélago y la piel tan pálida que contrastaba con su larga melena negra, empezó a subir por entre las rendijas de las rocas para finalmente salir por una alcantarilla en el centro del pueblo cerca de la iglesia.

Los dos seres se encontraron en el tejado de la casa parroquial. El elfo oscuro del insomnio se elevó con ayuda del viento, su naturaleza etérea lo ayudó y se acercó a la ventana para contemplar a Juan ya dormido. El incubo de las pesadillas lo separó de la ventana con el batir de su alas demoníacas. Ambos seres se miraron por unos instantes, contemplando cada uno su poder y fuerza. El primero asintió al segundo y agarró la flauta de su cintura y empezó a sopar aquellos tubos de madera. El incubo aterrizó a su lado y entró por la ventana; Juan la había dejado abierta para que el fresco de la noche refrescara sus heridas.

El elfo entró también, mientras la melodía llenaba el lugar. Como si la música fueran hilos, Juan empezó a moverse en sueños, levantó la manta que lo cubría; en un gesto de calor, desabrochó todos los botones del pijama, liberándose luego de la camisa que cubría su torso. La segunda criatura le apuntó a la primera, indicándole el pantalón. La música se aceleró y el calor en la habitación pareció elevarse. Juan se despertó entresueños. En frente a él estaban dos demonios y sentía que su cuerpo no era de él; trataba de gritar pero no podía; sus piernas y su cuerpo se levantaban de la cama contra su deseos. Los pantalones del pijama caían al suelo, él no sabía en que momento los había desabrochado. El blanco interior era la única frontera entre la desnudes total y aquellos demonios.

La segunda criatura avanzó desnuda pero cubierta por su alas negras, Juan sentía que lo conocía, que el rostro le era familiar, pero no lograba en aquel entresueño recordar. La música del primer espectro lo hizo girar y poner su manos sobre el catre. La segunda criatura se puso detrás y resbaló su manos sobre el interior blanco, una entró delante y agarró el miembro ahora erecto de Juan; quien consciente de su impotencia para defenderse soltó gruesas lagrimas por su ojos. La mano se retiró y sintió como el interior de algodón descendía por sus piernas y éstas se movían para dejarlos salir. La primera criatura se puso al frente sin dejar de sonar su flauta, una cara de satisfacción llenaba su rostro. La segunda se colocó detrás y se preparó para lo que seguiría. Juan pese a su inmovilidad gritó cuando ocurrió. Tras unos instantes de dolor, entendió el malestar en su estómago horas antes; fue cuando recordó el rostro, era igual al chico de los ojos de gato. Ocurrió luego lo que nunca en su vida había experimentado, tuvo su primer orgasmo consciente, cayendo luego agotado sobre el catre.

Cuando su respiración volvió a la normalidad, se encontró solo. La ventana seguía abierta y las cortinas se movían empujadas por una fría brisa. Sentía en su oídos la risa de aquellos espectros que se alejaban. Se levantó como pudo y contempló los restos de su emisión nocturna. A la mañana siguiente empacó sus cosas y renunció a sacerdocio. Marta, años después, casada con el chico de los ojos de gatos, de visita en una tienda de objetos sexuales, le pareció que en varios de los vídeos pornográficos de homosexuales estaba la imagen de aquel joven sacerdote que estuvo en su pueblo unos pocos días.