El castigo al orgullo – Giambattista Basile (Italia 1634/1636)

Había un Rey en Solcolungo que tenía una hija llamado Cinziella. Ella era una luna de encanto, pero cada dracma de belleza se contrapesaba con una libra llena de orgullo. Como ella no apreciaba a nadie, era imposible para su pobre padre que deseaba establecerla en la vida encontrarle un buen marido, que la dejara satisfecha.

Entre los muchos príncipes que habían venido a cortejarla estaba el Rey de Belpaese que no dejó piedra sin remover en sus esfuerzos para captar el amor de Cinziella. Pero por más que él daba peso a sus servicios, más ella le devolvía la falta de aprecio. Al más generoso de sus afectos, más avarienta la voluntad de ella. Mas a él eso no le importó y más quería el corazón de ella.

No un día pasó que el pobre no le dijera, —¿Cuándo, o cruel, entre todos los melones de la casa que recojo no se volverán calabazas, y yo encontraré uno que sea rojo? ¿Cuándo, O furia sin corazón, las tempestades de su crueldad cesaran y yo seré capaz con un buen viento poner el timón de mis deseos hacia su puerto? ¿Cuándo, después de los tantos ataques de oraciones y súplicas, yo plantaré el estandarte de mis deseos por fin en las murallas de esta fortaleza suya?—

Pero sus palabras eran todas tiradas a los vientos, como si ella tuviera una mirada que podía quebrar las piedras, mas ella parecía no tener oído para los lamentos proferidos por quienes ella hería. De hecho, ella se comportaba tan mal con él. ¡Así que, por fin, cuando se había cansado totalmente de toda la crueldad de Cinziella, y él comprendió que ella hablaba de él como otros lo hacen de algún ladrón, el pobre se señor se marchó con todos su séquito, clamando en una frase súbita de enojo, —¡yo hice todo por las llamas del amor!— Él juró sería vengado en esta saracena empedernida de tal manera que le obligaría que se arrepintiera de haberlo humillado en la vida.

Después de eso él dejó el reino, se dejó crecer una barba y tiñó su cara, y al pasar varios meses él volvió a Solcolungo disfrazado como un lugareño. Allí, por fuerza de sobornos, tuvo éxito de entrar como uno de los jardineros del rey. Trabajando como mejor podía en el jardín un día, extendió bajo las ventanas de Cinziella una túnica imperial toda trabajada en oro y diamantes. Cuando las sirvientas lo vieron, ellas se la mostraron en seguida a su señora, y ella las envió a preguntarle al jardinero si la vendía. Pero él contestó que no era, ni comerciante, ni un vendedor de vieja ropa, pero que él se la daría a ella con la condición que ella le permitiera dormir una noche en los aposentos de la princesa.

Las muchachas le dijeron esto a Cinziella y dijeron, —¿Que hay que perder allí, Señora, dándole esta satisfacción al jardinero, y ganando una túnica que podría ser de una reina?
Cinziella, agarró el gancho cual buen pez, convencida tomo la túnica y le permitió a él su petición.

La siguiente mañana un vestido de la misma hechura fue visto en el mismo lugar, y cuando Cinziella repitió su pregunta, ella consiguió la misma respuesta, con una demanda para dormir en la antesala de la princesa. Y esta vez también Cinziella se permitió acceder tanto por su anhelo, y, para conseguir el vestido, le concedió su deseo al jardinero.

La tercera mañana, antes de que el sol golpeara con su luz en los campos, el jardinero desplegó en el mismo lugar un chaleco maravilloso que coincidía con el vestido. Cuando Cinziella lo vio, ella dijo, —yo nunca estaré contenta si yo no tengo ese chaleco—. Así que ella llamó a al jardinero y le dijo, —Mi buen compañero, usted realmente debe venderme que chaleco que vi en el jardín, y usted puede tomar mi corazón por él—.

El jardinero contestó, —yo no lo vendo, pero si le gusta, yo le daré también el chaleco y un collar de diamantes, si usted me permite dormir una noche en su cuarto—.

—Usted ahora es un bribón atrevido,— exclamó Cinziella. —No es bastante para usted dormir primero en mi entrada, entonces en mi antesala. Ahora usted lo quiere estar en mi cuarto. ¡La próxima proporción suya será que usted quiere dormir en mi cama!—

El jardinero contestó, —Mi señora, yo guardaré mi chaleco, y usted su cuarto. Si usted quiere hacer el negocio, usted sabe la manera. Yo me conformo con dormir en el suelo que es lo que uno no negaría a un Turco y si usted viera la cadena que yo le daría, quizás usted me trataría mejor.—

Cinziella, en parte desdibujada por su deseo, y en parte animada por sus señoras que estaban ayudando al jardinero permitió ser persuada para satisfacerlo. Cuando la tarde vino y noche cayó como un pellejero, que tira agua encima de las pieles al curtirla, y los cielos se pusieron negros, el jardinero, llevando con él la cadena y chaleco, fue a los apartamentos de la princesa y, le habiendo dado estas cosas, entró a su cuarto.

La princesa lo empujó en una esquina y dijo,— Ahora, quédese allí sin un sonido, y no se mueva, como usted valore mis favores,— y dibujando una línea con carbón de leña a lo largo del suelo, agregó,— Si usted traspasa esta línea detrás de usted, usted lo pierde todo, incluida su cabeza —. Entonces ella entró en la cama y cerró las cortinas frente a él.

En cuanto el jardinero sintió que ella estaba dormida, él pensó que era momento para trabajar en los campos de amor, entró al lado de ella, y cuando la dueña del jardín se despertó, él recogió los frutos de su amor.

Cuando Cinziella se despertó y vio lo que había pasado, ella sintió que ella no remediaría uno mal haciendo dos, o, por causa de delatar al jardinero, trayera ruina de su propio jardín, así que, haciendo un mal por necesidad, ella aceptó la fechoría y encontró placer en la falta. Así, ella quién había desairado coronadas cabezas, no se negó a unirse a un patán, esto era lo que el rey disfrazado pensó y tal ella también.

El asunto continuó, y Cinziella terminó embarazada. Así, viéndose crecer su barriga más día a día, ella le dijo a al jardinero que ella sabía que enfadaría a su padre si viniera y lo notaba, y que ellos debían pensar en alguna manera de salir del peligro. Él contestó que el único remedio que él podría encontrar a la falta que habían cometido era marcharse juntos. Él la llevaría a la casa de una señora anterior que tuvo, cómo haría alguna provisión para ella cuando ella fue traída para plantar en un macizo. Cinziella, entrando en un estado de melancolía se trago su propio orgullo se permitió se persuadida por este consejo. Ella abandonó su casa y se confió al árbitro de fortuna.

El rey la llevó, después de un largo y pesado paso a su casa, y allí le dijo a su madre el asunto entero, pidiéndole que mantuviera el secreto, porque él quería que Cinziella pagara por su arrogancia pasada. Así que él la puso en uno de los establos del palacio, y allí la hizo llevar una vida miserable, devolviéndole como pan diario el precio de molestias incesantes.

Un día cuando los sirvientes del lugar estaban cocinado, él les dijo que llamaran a Cinziella para ayudarlos, y al mismo tiempo él le sugirió en secreto a ella que se llevara algunos rollos de pan para aplacar su hambre. Cinziella infeliz, aprovechando el momento en que ella estaba descargando el pan del horno, cogió un rollo en el centellar de un ojo y lo escondió en su bolsillo.

Pero en ese momento el rey entró vestido con su propia ropa y dijo a las muchachas, —¿Quién dijo ustedes que podían traer a esta desvergonzada dentro de la casa? ¿Usted no pueden ver por su cara ella es una ladrona? Pongan sus manos en sus bolsillos, y ustedes encontrarán la prueba de su crimen—.

Así que ellos la investigaron, y encontraron el pan en su bolsillo. Entonces ellos se burlaron y se mofaron de ella tanto que el fragor duro todo el día.

El rey se puso su disfraz de nuevo y fue donde Cinziella a quien él encontró toda humillada y triste sobre los insultos ella había tenido que tragarse. Pero él le dijo que no se preocupara tanto por ello, porque la necesidad es un tirano de hombres, y como el poeta toscano dice:

… el ayuno del mendigo
trae a menudo a los hechos
que en un estado más feliz
él habría culpado en otros.

Así, si hambre maneja a la loba del bosque, debe pensar en perdonable a ella por hacer lo que no estaría bien en otros. Él le aconsejó que fuera a dónde la señora del lugar, que estaba recortando ciertas telas y se ofreciera a ayudarla, para ver si ella podía poner sus manos en algunos trozos de tela, porque, como ella estaba tan cercano su tiempo de parto, ella necesitaría todo lo que ella pudiera conseguir.

Cinziella no supo decir nada a su marido (para tal ella lo pensó), así que ella subió a los apartamentos de la reina y tomo lugar entre las sirvientas que recortaban telas y servilletas, camisas y gorras. Ella robó un pedazo de tela y lo escondió en su vestido, pero el rey entró y los riñó de nuevo, como cuando había hecho sobre el pan. Cuando ellos encontraron el género robado en ella, le dieron una reprimenda, como si la había encontrado con toda la pila de ropa limpia, así que ella se tiñó de carmesí con la vergüenza, ella corrió al establo.

También, esta vez, el rey reapareció disfrazado, viéndola tan infeliz y desesperada, la confortó, diciendo que ella no debía permitirse caer en la melancolía, ya que todo en este mundo es cuestión de opinión, y que si ella no podía conseguir algunas naderías para ella, como ella haría muy pronto cuando estuviera dando a luz. —Usted simplemente se ha llegado en un buen momento. La señora ha cudrado un enlace para su hijo con una novia extranjera. Ellos quieren enviarle un vestido todo preparado de brocado y tela de oro, hecho para ella como un presente. La novia es de su tamaño, así que será fácil para usted conseguir algunos cortes. Guárdelos en su bolsa, y entonces nosotros podemos venderlos y podemos vivir cómodamente después.—

Cinziella, llevo a cabo los órdenes de su marido, había escondido simplemente una longitud buena de rico brocado, cuando el rey entró, hizo como antes ordenado que ella fuera registrada. Cuando ellos encontraron el robo, ellos lanzaron fuera con gran ignominia. Pero después el rey, se enmascarado como el jardinero, corrió rápidamente abajo a confortarla, así con una mano él la atormentaba y con la otra de amor él la llenaba, él cubría la herida alegremente para no desesperara.

Cinziella miserable, agonizaba con lo que le había ocurrido, sostuvo que era el castigo de los cielos por su arrogancia y orgullo, ella quién había tratado a los tantos reyes y príncipes como felpudos era tratada ahora como la más vil mujerzuela. Y se habiendo vuelto su corazón piedra a los consejos de su padre, ella se ruborizaba ahora de vergüenza ante las burlas de los sirvientes. La rabia en su alma y la humillación ella había sufrido provocó los primeros dolores del parto.

La reina, en cuanto su hijo le dijo esto, sintió piedad por el estado de la joven, y ella ya tenía preparado sus propios cuartos y puso en una cama toda bordada con oro y perlas en un cuarto donde colgaban cortinas de tela de oro. Cinziella estaba asombrada a ser trasladada de un establo a tal cámara real, de un montón de estiércol a tal cama costosa, y no podría entender lo que pasaba. Ella fue rodeada por las personas que se afanaban de atenciones, que le dieron caldos y pasteles para darle fuerza en su labor de parto. Los niños llegaron que sin demasiado dolor y ella dio a luz dos muchachos encantadores que eran las cosas más bellas que usted pudo ver.

En cuanto ella hubiera terminado la labor, el rey entró y dijo, —¿Dónde sus ingenios han estado vagando? ¿Por qué han puesto la silla de montar de un rico caballo en un asno? ¿Es esta la cama para alguien tan bajo? Aquí, saquenla rápidamente, y entonces fumiguen el cuarto con el romero para llevarse el hedor.—

Entonces la reina dijo, —Bastante, hijo mío, bastante. ¡Usted ha atormentado a la pobre muchacha suficientemente! Usted debe estar satisfecho en haberla reducido a este estado miserable después de la tanta tensión y angustia, y si usted no esta todavía desquitado por el desdén que ella le dio a usted en su corte, estas dos joyas que ella le ha dado deben pagar su deuda.— Y ella les hizo traer a los bebés que parecían los más amorosos del mundo.

El rey, viendo estas dos cosas pequeñas, superado con la ternura, abrazo a Cinziella y le dijo quién él era. Él dijo que todos que él había hecho eran por la indignación del trato que le dio como rey, pero que de hoy en adelante él la acariciaría como la manzana de sus ojos.

La reina, en su lado, abrazo a Cinziella como una hija, y como la esposa de su hijo, y ella le devolvio sus buenos retornos, sus dos muchachos que en ese momento de belleza parecían un consuelo por todos sus problemas pasados. Sin embargo, de esa vez ella recordó para siempre en adelante guardar sus velas abajo, teniendo presente que la ruina es la hija de orgullo.

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