La obediencia de vida – Ángel

El ruido de la puerta de entrada cerrándose fue para Ricardito la firma que lo condenaba a la abstinencia. Mamá había dicho antes de irse de viaje «nada de chocolates» porque el doctor Gorostiaga había dicho «nada de chocolates» al ver esas placas horribles frente a la luz del consultorio. Pero ¿cómo resistirse a esa tentación que ahora se le presentaba delante de sus ojos, a ese paquete de aromas azucarados que invitaban a la lujuria? Rosita, la nueva mucama, había golpeado su puerta y alcanzado en una bandejita la caja que ahora lo ponía en una encrucijada.

—Te los envía tu padre —le dijo, y luego la chirusa se marchó contoneando esas caderas angulosas que a Ricardito le hacían recuerdo a uno de esos bombones rellenos de dulce de leche, que sabía que no podía comer porque sino iba a explotar su corazón, como cuando se infla demasiado un globo y entonces…

Y se los enviaba su padre: ¡ah!, ¡qué cruel forma de enfrentar las tentaciones! Don Alejandro tenía la certeza de que el hombre (o un niño, en este caso) solo se prueba frente al pecado. Si no cualquiera tendría estampitas y aureolas doradas, concluía el pilar moral de la familia.

Ahora, confinado en su pieza, Ricardito daba vueltas y vueltas, alejándose del paquete malicioso. Lentamente se fue acercando (claro, no fuera a pensar su padre que sentía miedo o algo parecido.) Al fin y al cabo, qué fácil era aquel asunto: tomar la caja, voltearla de un lado a otro, arrojarla en la cama irreverentemente. ¿Esa cajita insignificante? No representaba ningún peligro. Y si no representaba ningún peligro podía acercarla a su nariz, olerla sin reparos, leer Bo—na—fi—de. Podía ¿por qué no? sacarle esas cintitas rojas y hacerse pulseritas contra la envidia, o sacudir la caja como si fuera un rompecabezas mundano. Ningún peligro.

Abría y cerraba el paquete fugazmente, y en cada aleteo un aroma embriagador se metía por los agujeros de su nariz y hasta por los de sus orejas y le susurraba las más groseras tentaciones. Qué tanto, se dijo Ricardito, abrió la tapa del todo y ahí las vio, tan chiquitas, insignificantes e inocentes las treinta piezas de chocolate. Hubo un silencio horrible, que sólo fue quebrado por la tos mortecina de su padre, tan viejo ya y con el corazón gastado… Aquel venerable anciano desde su lecho le decía «resiste, resiste hijo mío», pero fue en vano. Ricardito tomó tembloroso uno de los bombones, uno completamente redondo, casi tanto como él, como su cara, y cerró los ojos. El bombón pícaro jugueteó en su boca y Ricardito apenas lo presionaba con los molares, para que no se diluyera fugaz por su garganta. Se fueron deshaciendo lentamente las capas de chocolate hasta quedar la almendra, que el niño paladeó con un placer exquisito y se la zampó de un suspiro. Listo. No estaba muerto y el crimen ya estaba consumado.

El horrible y dulcísimo pecadillo ahora estaría recorriendo kilométricos caminos por sus intestinos y ya no había vuelta atrás. Era una mala persona, qué desilusión para papá y mamá. Un pecado mortal impregnando sus siete añitos, qué desilusión…

Lo arrancaron de sus pensamientos los histéricos alaridos que venían de la habitación de su padre. Ricardito corrió por los enormes pasillos de la mansión sintiendo cómo los gemidos de su progenitor latían desgarrados. Instintivamente se culpó por ello (¡cuántas veces su madre le había pedido que no le diera emociones fuertes al corazón de su padre… y ahora encima esto!)

Abrió las puertas del cuarto y allí vio, en la cama, a don Alejandro completamente en cueros, a Rosita, la nueva mucama también desnuda, con las manos en la boca y la mirada llena de espanto. Exprimida bajo varias capas de placer yacía la aorta del ejemplo. A un costado, en la mesita de luz, descansaba el frasquito de Viagra con sus píldoras violentamente desparramadas sobre la almohada.

Ricardito escuchó que la puerta de entrada volvía a abrirse y su madre (que había olvidado los pasajes) ya subía por las escaleras. Entonces Ricardo se puso firme y agachó la cabeza, manteniendo la conciencia tranquila y esperando el castigo.

REFERENCIA

Angel «LA OBEDIENCIA DE LA VIDA»
http://www.letrasperdidas.galeon.com/n_angel02.htm