Amarillo – Liliana Bodoc

Ye-low fue emperador de un vasto territorio ubicado al este del mundo conocido. El suyo era un imperio dorado donde las porcelanas lucían tan suaves y pálidas como las mujeres, las mujeres caminaban gráciles bajo el sol, y el sol picaba como un grano de mostaza.

Este emperador, este Ye-low del que les hablo, tenía por costumbre dormir la siesta. Las siestas, no importa en qué lugar sucedan, huelen a papeles envejecidos y zumban como abejas. Y bien…, Ye-low las olía, las escuchaba, y se dormía de pronto en cualquier sitio donde estuviese. La mayoría de las veces, el sueño lo atrapaba durante su almuerzo; de modo que el plato de arroz con azafrán quedaba a medio terminar.

Apenas el emperador empezaba a cabecear, su esposa le sugería que utilizara para su siesta la cama recubierta con escamas de oro. Su consejero la aconsejaba la cama torneada en bronce, y su médico le recomendaba la cama tapizada con piel de leopardo. Pero Ye-low no escuchaba a nadie porque, fuese donde fuese, Ye-low ya estaba durmiendo y roncando.

Cuando los sirvientes del palacio oían los ronquidos, se apresuraban a cubrir con lienzos las ciento cincuenta y cinco jaulas donde cantaban y trinaban quinientos cincuenta y tres canarios. Las cubrían para que todo fuese silencio durante la siesta del emperador.

Pero un día, las siestas del emperador dejaron de ser dulces y plácidas, y se pusieron agrias y difíciles. Como si dijésemos que las siestas de Ye-low pasaron de ser miel a limón.

Todo comenzó durante una calurosa siesta de verano, cuando el durmiente emperador tuvo una horrible pesadilla. Horrible para un emperador de tan vasto imperio que debía creerse, por necesidad, el más grande, venerable y amado de todo este mundo.

Su pesadilla comenzó con la aparición de un punto de luz que fue creciendo, creciendo y creciendo hasta doblarlo en estatura. Después, la luz le habló con voz gigantesca:

—Oye bien, emperador Ye-low. Hay en este mundo alguien más venerable, más grandiosos y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro mientras tú te arrastras derrotado bajo el peso de su esplendor.

La primera vez, Ye-low no quiso darle demasiada importancia a su pesadilla, y la alejó de su pensamiento con el mismo ademán de espantar insectos. Sim embargo, la pesadilla regresó con más frecuencia. Finalmente, todas las siestas del emperador se estropearon con la presencia de aquella luz gigantesca que traía malas noticias:

—Oye bien, emperador Ye-low. Hay en este mundo alguien más venerable, más grandiosos y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro mientras tú te arrastras derrotado bajo el peso de sus esplendor.

Casi desesperado, el emperador le preguntó a su esposa que podía hacer para terminar con aquel desagradable sueño. Ella estuvo un buen rato revisando su Gran Libro de Remedios Caseros.

—Tienes que beber una yema de huevo batida con vino blanco —le dijo su esposa—. Aquí dice claramente que bebiendo una yema batida con vino blanco se evitan las pesadillas.

El Emperador hizo lo que su esposa le aconsejaba. Pero, para su desdicha, la pesadilla no desapareció. Por el contrario, la luz parecía crecer con tan buen alimento.

Desesperado, el emperador consultó con su médico.

—Te lo diré claramente… —el médico acababa de hojear a escondida le Gran Libro de los Remedios Caseros—. Quien desee espantar las pesadillas deberá frotar su frente, sus codos y sus pies con polvo de azufre. El Emperador cumplió puntualmente con las recomendaciones del médico del palacio. Pero tampoco tuvo suerte… ¡El azufre solamente consiguió que la luz hablara con voz mineral!

Entonces, verdaderamente desesperado, el emperador le preguntó a su consejero. El consejero movió la cabeza en señal de desaprobación, quería dejar claro que el Gran Libro de los Remedios Caseros le parecía pura charlatanería. Luego carraspeó, y recitó su sabio consejo: para no sufrir pesadillas durante las siestas bastaba con no dormir la siesta.

—El que no duerme no sueña, ¡oh, venerable!, ¡oh emperador! —dijo el consejero—. Si tú no duermes la siesta, ¡oh emperador!, ¡Oh, venerable!, tus pesadillas terminarán.

Hay que decir y creer que Ye-low hizo lo imposible para seguir aquel consejo que, al fin de al cabo, parecía el más sensato de todos los que había recibido. A veces, sin embargo, ni lo imposible es suficiente. Cuando la siesta llegaba al reino de Ye-low con olor a papeles envejecidos y zumbar de abejas, el emperador se dormía por mucho que se esforzaba en evitarlo. Se dormía aunque, por su expreso mandato, las jaulas no fuesen cubiertas y los quinientos cincuenta y tres canarios estuvieran trinando.

Y en cuanto Ye-low se dormía, un punto de luz aparecía justo en el centro de la oscuridad del sueño. La luz crecía con asombrosa rapidez hasta ocupar todo el espacio de la pesadilla, y entonces hablaba:

—Oye bien, emperador Ye-low. Hay en este mundo alguien más venerable, más grandiosos y más amado que tú…

Las palabras se repetían idénticas

—Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro…

Siesta tras siesta, las cosas se complicaban. Cada nuevo despertar, dejaba al emperador sumido en triste ánimo. Luego se pasaba el resto del día y el resto de la noche deambulando por los pasillos del palacio, murmurando cosas que nadie entendía, y preguntándose quien sería aquel que iba a derrotarlo.

Porque el emperador estaba convencido de que la luz de su pesadilla no hablaba en vano. Lo que esa luz le estaba advirtiendo era algo que en verdad sucedería. Y según sus propias palabras, en un día muy cercano.
¿Quién podría ser el que lo obligaría a arrastrase? Ye-low se tiraba de la cabellera, abría de par en par los ventanales y con los brazos abiertos gritaba a toda garganta :

—¡Seas quien seas, no permitiré que me derrotes! —El grito del emperador atravesaba las inmensas plantaciones de cereales y frutos que rodeaban el palacio, salía a la ciudad, se metía en los templos, sacudía las chozas de paja de los campesinos, y desprendía las peras maduras de sus ramas.

Las personas de reino lo oían y se lamentaban:

—¡Ay! —decían—. Nuestro pobre emperador ha enfermado. Ya no hace otra cosa que hablar de un poderoso enemigo que sólo existe en sus siestas.

Ye-low enflaquecía ante los ojos de todos. Y sin cesar, repetía las palabras de la luz.

—Alguien más venerable, más grandiosos y más amado…

La ira lograba que, a pesar de su fatiga, el emperador se mantuviera de pie:

—Pero, ¡quién es! —gritaba—. ¿Quién es él? ¡Quién es…?

Muchas veces, después de esos arranques de furia, Ye-low caía al suelo agotado. Permanecía así durante largas horas, sin que nadie se atreviera a acercarse.

Y así estaba el horrible día en que, de repente, alzó su rostro desfigurado por los insomnios. Y con el color de la envidia.

—¡Muy bien! —El emperador acababa de tomar una espantosa decisión—, ¡No amanecerá el día de mi enemigo! ¡mando la muerte para todos los que pretenden ser grandes en mi reino!

Hasta aquel día fatal, Ye-low había compartido su vasto imperio con señores de señoríos, y príncipes que regían provincias opulentas. Ellos aceptaban a Ye-low como único emperador de todo el este. Y, en retribución a su lealtad, Ye-low respetaba sus territorios. Se aliaba con ellos en caso de necesidad, y compartía los frutos en tiempos de sequía. Pero una pesadilla estaba a punto de terminar con tan buena vecindad.

El emperador estuvo la noche entera repasando el poder y las riquezas de cada uno de los señores de su reino. Perdido en el territorio de la locura, todos ellos le parecían enemigos. Cualquiera podía ser, en su afiebrada cabeza, el que intentara cumplir el presagio de la pesadilla.

—Alguien más venerable, más grandioso y más amado que tú…

Ye-low tomó una pluma, un troza de pergamino, y escribió una larga lista de nombres.

—Alguno de estos ha de ser el que pretende derrotarme —decía Ye-low, pasando los ojos por sus lista de condenados a muerte.

A la mañana siguiente, sus emisarios partieron en las cuatro direcciones a cumplir la peor orden que Ye-low había dado hasta entonces.

Y Ye-low se quedó esperando. Miraba hasta el norte y luego al sur, ansioso de verlos regresar.

A mitad del otoño, los hombres que habían partido llevando dardos de oro envenenados comenzaron a llegar. Uno tras otro, y al galope, atravesaron los jardines cubiertos de hojas secas. Desmontaron e hicieron la reverencia obligada.

—Emperador Ye-low, lo que ordenaste se ha cumplido.

Eso significaba que otro dardo había sido disparado con buena puntería. Eso significaba que Ye-low tenía un enemigo menos a quien temer.

Sin embargo, a pesar de tantos dardos y de tanto otoño, la pesadilla continuó apareciendo en las siestas del emperador y repitió la misma amenaza:

—Oye bien, emperador Ye-low. Hay en este mundo alguien más venerable, más grandiosos y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro mientras tú te arrastras derrotado bajo el peso de sus esplendor.

Ye-low abrió de par en par uno de los ventanales más altos del palacio, y gritó con la voz enronquecida de dolor:

—¡Seas quien seas, jamas me arrastraré ante ti!.

El emperador alzó el puño en señal de amenaza. Pero, frente a su rabia, los trigales continuaron meciéndose al viento como si nada escuchasen. Fatigado, Ye-low dejó caer su brazo y su voz:

—Pero, ¿quién eres? Sólo debo saber quién eres…

Para ese entonces, todos en su reino le temían. Ni su esposa, ni su médico, ni siquiera su consejero conseguían devolverle la calma.

Ye-low ya no comía. Iba de un lado al otro murmurando desgracias y odios. Y apenas si se acordaba de respirar.

El otoño llegaba a su fin… Todos los emisarios habían regresado, todos los dardos de oro habían sido disparados con precisión. Ye-low ya no tenía vecinos poderosos… Pero, ¡ay, desdichas de todas las desdichas!, la pesadilla continuaba recitando su terrible presagio.

Pocas siestas después, Ye-low despertó con la cabeza repleta de alaridos que le golpeaban dentro, y hacían que todo se nublara ante sus ojos. Sudoroso y golpeando los dientes ordenó que lo vistieran con su mejor armadura y que le dieran las armas sagradas de sus antepasados.

—Tendré que ir a buscarlo yo mismo! —grito frente a sus sirvientes y soldados.

El emperador salió del palacio. Miró hacia todos lados y avanzó lentamente. Giró de improviso, como para sorprender a alguien que estuviera a sus espaldas. Pero a sus espaldas sólo había soledad. Así caminó sin rumbo, tajeando el aire con su espada. Quienes lo vieron pasar, supieron que el venerable emperador había enloquecido para siempre.

Ye-Low caminó y caminó. Atravesó los trigales dando gritos amenazadores. —¡Ponte frente de mí!

—vociferaba para los campos—. Si en verdad crees que puedes derrotarme, ¡preséntate y dame pelea!

Al cabo de varias horas, el calor comenzó a agobiarlo. Dentro de su armadura metálica, el debilitado emperador perdía las escasas fuerzas que le quedaban. Aun así, continuó andando a grandes pasos, blandiendo la espada y provocando a su enemigo.

Ya había segado todo el trigal a filo de espada, porque imaginaba que entre las mieses podía estar oculto el que venía a derrotarlo. Como no encontró lo que buscaba, se dirigió al campo de mijo. De nuevo destrozó las plantas nuevas, y de nuevo no consiguió nada.

Su enflaquecido cuerpo no podía continuar. La cabeza latía de calor dentro del casco. Ya casi no podía ver, y sus rodillas se doblaban bajo el traje de metal. Con la fuerza que le daba la locura, Ye-low llegó hasta el campo de girasoles.

Dio unos pasos vacilantes y cayó al suelo. Sin embargo, con gran esfuerzo consiguió ponerse nuevamente de pie. Ante sus ojos fatigados, los girasoles se hacía enormes y diminutos, se iban, ondulaban desaparecían.
Todavía Ye-low intentó continuar hasta que, al fin, cayo de rodillas. Como pudo se quitó el casco para respirar. Las lagrimas le quemaban desde los ojos al cuello. El emperador quiso levantarse; pero sus brazos, delgados como tallos de heno, no pudieron ayudarlo.

Ye-low arrastraba su soledad y su locura bajo el esplendoroso sol del este. A su alrededor los girasoles indiferentes a agonía , miraban al mismo punto del cielo.

—Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro…, mientras tú te arrastras bajo el peso de su esplendor.
El sol resplandeciente en el cielo. Los girasoles mirándolo. Ye-low llorando su locura contra la tierra.

En el lugar donde habitan los sueños, una pesadilla sonreía.

REFERENCIA

Liliana Bodoc (2004/2005) «SUCEDIÓ EN COLORES»
Grupo Editorial Norma S.A. Colombia — Venezuela. p.39-54